Un blog de creación en español

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Thursday, November 10, 2011

¿HAY QUE EXPULSAR A LOS POETAS DE LA REPÚBLICA?

¿HAY QUE EXPULSAR A LOS POETAS DE LA REPÚBLICA?
Por Claudio Magris

Se cuenta que Platón, al hacerse discípulo de Sócrates, quemó una tragedia que había
acabado de escribir. El motivo que le llevó a ello no fue ciertamente que estuviera
insatisfecho por el valor poético de la obra, con la que había pensado concurrir, como
refiere Diógenes Laercio, a uno de los certámenes literarios más importantes de Atenas.
De Platón a Kafka - que encargó a su amigo Max Brod que destruyera a su muerte sus
obras inéditas, entre las que figuraban obras maestras como El proceso y El castillo -, el
gesto del gran escritor que destina sus libros a la hoguera no se deriva nunca de una
valoración literaria, sino de razones más profundas. Platón destruye su tragedia - y el
resto de las que se supone que había escrito - al convertirse en discípulo de Sócrates y
consagrarse a la filosofía, a la búsqueda de la verdad, que le parece incompatible con la
literatura - incluso con la que él más apreciaba y consideraba más alta, como la de
Homero y los grandes trágicos, que en un famoso capítulo de la República quedan
excluidos del Estado ideal y de la formación espiritual del ideal ciudadano de ese
Estado.
La sentencia platónica es inaceptable, porque, allí donde se cumpliera, desembocaría en
el totalitarismo, en el poder absoluto de un Estado que no tolera expresiones
discordantes con su paradigma de valores y violenta al individuo y su derecho a la
diversidad. Pero para rechazar la condena platónica de la literatura - y del arte en
general - hace falta tenérselas a fondo con ésta y con su verdad por muy peligrosa y
perversa que sea, pues su desconocimiento nos impediría hacer justicia a la literatura,
refutar y al mismo tiempo reconocer su seducción, captar su tiránica y liberatoria
ambigüedad y por consiguiente el significado que encierra para la vida de un hombre y
la formación de su personalidad.
Una doble marca sella para Platón la exclusión de la literatura. Por una parte ésta
muestra, sin dar un explícito juicio moral, el absurdo y la injusticia de la vida, el abismo
de dolor que atenaza al inocente y la felicidad que sonríe al malvado, la perfidia de los
mismos dioses - seductores, pero de ninguna forma ejemplos de bondad y justicia, sino
celosos, envidiosos, ávidos, vengativos y violentos - que inducen a los hombres al error
y los castigan después de haberles inducido a cometer esos errores. En el arte hay
belleza, pero ésta, nos recuerda Gadamer, no siempre es, como debiera ser según Platón,
la aparición del Bien y de lo Verdadero.
Lejos de ofrecer modelos de vida que eduquen al hombre en la virtud, el arte puede
resultar cómplice de la injusticia y la violencia que reinan en el mundo. El arte no es
solamente mimesis ficticia, réplica de esa engañosa e imperfecta realidad sensible que
para Platón es a su vez sólo una réplica de la Idea, única verdadera realidad. En el arte el
individuo da voz a sus propios sentimientos; pero de este modo acaba a menudo por
coquetear con su propio egoísmo, por imitar complacido las miserias, las
contradicciones y a veces las banalidades de su estado de ánimo, por transigir con sus
propias debilidades y encerrarse en su propio narcisismo.
Todo esto hace al arte nocivo para la formación del individuo - al menos para Platón,
que sin embargo amó como pocos su encanto, su fuerza de arrastre y transfiguración, su
capacidad de ver los demonios y los dioses, su "divina manía" que celebra en el diálogo
Ion, dedicado a un aedo. Es posible comprender esa contradicción platónica en términos
teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue
vivida por él, nos hace falta el arte, la literatura. La filosofía y la religión formulan
verdades, la historia indaga los hechos, pero, como observa Manzoni, sólo la literatura -
el arte en general - dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos;
cómo, en la existencia de los individuos, los universales que éstos profesan se mezclan
con las cosas pequeñas, mínimas e ínfimas con las que está concretamente tejida su
existencia; cómo las verdades filosóficas, religiosas o políticas se entrelazan con las
esperanzas y los miedos de los hombres, con sus deseos y temores mientras envejecen y
mueren. Si Dios se encarna, es la literatura la que puede contar esa encarnación,
mostrando el absoluto en los gestos de cada día. El Evangelio es un relato y termina con
Jesús resucitado en trance de asarles a los apóstoles unos pescados a la orilla de un lago.
En la novela Comenzó en Galilea de Stefano Jacomuzzi, Jesús dice: "... ¡qué ardua es,
Padre, tu ley para que nada se pierda! ¡Oh, que no se malogren tampoco estas pobres
voces nuestras de tierra, recuerdos, amores, esperas, pequeñas tribulaciones, pequeñas
alegrías... Llévatelas todas contigo, Padre, sálvalas para toda la eternidad!"
Es la literatura la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación
existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianidad, entre el individuo
concreto y la Babel de la época. La "novela de aprendizaje", que floreció entre los siglos
XVIII y XIX no sólo pero sobre todo en Alemania, cuenta, por ejemplo, las condiciones
y modalidades por las que se hace posible que un individuo, que crece en contacto con
una sociedad cada vez más compleja y laberíntica, forme armoniosamente su propia
personalidad, desarrollándola en todas sus potencialidades latentes, o bien resulte
aplastado por el férreo mecanismo del mundo o se inserte en su engranaje a costa de
pagar sin embargo un alto precio, sacrificando su múltiple riqueza interior, renunciando
a sus sueños, pasiones y proyectos y aplanándose hasta el extremo de convertirse en
poco más que un instrumento de ese engranaje.
La historia cuenta los hechos, la sociología describe los procesos, la estadística
proporciona los números, pero no es sino la literatura la que nos hace palpar todo ello allí donde toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres. Sabemos lo que fue la Francia de la Restauración y lo que es la metrópoli contemporánea gracias a las
tentaculares novelas de Balzac, que nos cuentan cómo amaron, desearon o mintieron los
hombres, y a novelas como Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin u otras obras de
vanguardia, en las cuales la complejidad, la organización, la desconexión y el
caleidoscopio de la vida metropolitana se convirtieron en montaje y collage narrativo,
estilo y aliento de la narración. Por eso Sciascia pudo decir que "nada sabe de sí ni del
mundo la mayor parte de los hombres, si la literatura no se lo enseña".
La literatura, y en especial la novela o mejor aún la épica moderna, es mimesis de la
realidad, de su hormigueo impuro y fugaz, de su caótica caducidad. Se parece a un
periódico y a veces hasta a un periodicucho de la vida, de su cotidianidad rastrera y
vehemente; Dostoievski o Dickens - pero también Dante y la Biblia - son cronistas de lo
efímero, sobre lo cual ellos proyectan una luz de eternidad, violenta como un reflector
que rasga la noche o como la linterna de bolsillo de un detective en un lugar tenebroso.
En ese descenso a los infiernos cabe que exista salvación, la caridad de quien se hunde
en el fango de la existencia para asumirlo como un Mesías doliente, pero también puede
que haya complicidad, la complacencia con la miseria más que la esperanza de aliviarla.
En su fidelidad al cenagoso fluir de los acontecimientos, la literatura es también un
sismógrafo de los acontecimientos políticos, que en el desorden de su inmediatez
impiden entrever a menudo su lógica y su significado. Carlo Bo, al evocar los
momentos más confusos y dramáticos de la reciente historia de Italia, decía que esos
turbios y convulsos hechos parecían estar pidiendo un narrador que les diera forma. En
su ensayo sobre las relaciones entre la narrativa, el periodismo y las páginas de opinión,
Letteratura bastarda [Literatura bastarda], Claudio Marabini, al recordar que literatura
significa en primer lugar "ponerse todo lo posible en la piel de los demás", observa que
la sangrienta chapuza de los últimos decenios de nuestra vida colectiva - el asesinato de
Moro, la muerte de Calvi, la corrupción generalizada y tantos otros acontecimientos ya
luctuosos ya tragicómicos - es el material de un gigantesco, laberíntico folletón que
aguarda a su narrador. Tal vez cuando tengamos - si la llegamos a tener - esa gran
novela, podamos saber lo que ha sido esta Italia, de quien nadie - ni siquiera quienes
han vivido esos acontecimientos de cerca, en el ojo del tifón - consigue ver su rostro.
Puede que nunca haya reclamado y desarrollado la literatura una función cognoscitiva
como en nuestra época: en el período que va de finales de siglo a los años treinta - el
gran momento de la cultura del siglo XX, la frontera todavía más avanzada que ha
alcanzado la literatura -, escritores de la talla de Musil, Joyce, Proust, Kafka, Svevo,
Mann, Broch, Faulkner y otros exigieron a la narrativa un conocimiento del mundo que
precisamente el enorme desarrollo de las ciencias no permitía confiar a estas últimas,
porque, con su extrema especialización, que hacía inaccesible cada una de ellas a los
estudiosos de todas las demás y aún más al hombre medio, habían hecho añicos
cualquier sentido de la unidad del mundo. Sólo una novela que asumiera tales
problemáticas científicas, mostrando cómo vivieron y viven los hombres esa
transformación, podía y puede captar el sentido de la realidad y de su disolución, una
disolución copiada pero también captada a fondo y dominada en las mismas formas
experimentales de la narración, en la disgregación y recreación de las estructuras
narrativas.
Hoy en día la literatura se enfrenta a un nuevo desafío que nace de la divergencia
respecto a la ciencia y de la divergencia existente entre los conocimientos científicos y
las posibilidades de que éstos entren a formar parte del patrimonio cultural común.
Durante siglos los descubrimientos científicos - por ejemplo de Galileo o de Newton,
quizás todavía de Einstein - entraban, aunque fuera de modo aproximado e imperfecto,
en la mente de los hombres incluso sí éstos carecían de preparación especializada, e
influían en su forma de vivir y de percibir el mundo y por consiguiente - para el escritor,
el artista - de representarlo. Con la mecánica cuántica - y no sólo con ésta - parece
haberse abierto un abismo entre la ciencia y su comprensión (y por lo tanto también la
fantasía, la sensibilidad) aunque sea superficial por parte de los no científicos.
La ciencia contemporánea - aunque según algunos el proceso se inició con Galileo - da
la impresión de haber reducido la evidencia sensible, presente durante siglos en el
conocimiento de la naturaleza, a favor de una inevitable y creciente abstracción que
parece imposible trasponer a la fantasía, convertir en imagen y metáfora, poner en
relación con la vida. De este modo la ciencia no parece influir en la percepción y la
representación, mental y artística, del mundo; paradójicamente pues el saber científico –
un saber fuerte que domina el mundo - no logra convertirse en cultura, salir de su
ámbito especializado, incidir en la sensibilidad de los hombres. El descubrimiento del
ADN - susceptible de trastornar radicalmente la realidad y los valores - es, a grandes
rasgos, aprehensible, pero la mecánica cuántica se asoma a otra realidad, donde rigen
otras leyes y sobre todo otras lógicas, refractarias a las categorías de nuestra razón y
nuestra sensibilidad.
No es evidente que el universo tenga que estar organizado conforme a leyes que se
correspondan con las estructuras de la mente y la percepción humanas; transformar en
metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza
indeterminista es el arduo desafío cultural que tiene ante sí hoy en día la literatura.
La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo
sensible contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a los hombres y contra la
abstracción que los esteriliza. Frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo
universal, la literatura contrapone lo que se queda en los márgenes del devenir histórico,
dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la
marcha del progreso. La literatura defiende la excepción y el desecho contra la norma y
las reglas; recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna
restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la
realidad, que sería falsa.
La poesía de los modernos - escribe August Wilhelm Schlegel, fundador del
Romanticismo - es la nostalgia de una imposible totalidad de la vida y expresa por
consiguiente el vacío, la ausencia, lo incompleto de la vida y de la representación que
quiere serle fiel, sin ceder a la tentación de embellecerla retóricamente, como si todo
estuviera en su sitio y fuera fácil. Buena parte de la literatura contemporánea es todavía
romántica, en el sentido de que ha sido el Romanticismo - como observa Giuseppe
Bevilacqua - el que soñó con la utópica redención global de la sociedad y de la vida y -
desilusionado por el fracaso de la revolución, que lleva a muchos románticos a abrazar
políticamente por reacción posiciones conservadoras y retrógradas - confió a la poesía la
tarea, igualmente imposible, de realizar un absoluto poético - existencial (la vida
verdadera, el vivir poéticamente) en una sociedad que, cuanto más perfecta se la quiere,
tanto más sofocante e invivible resulta.
El arte moderno ha asumido, en su mismísima estructura formal, la disonancia de la
condición humana y ha rechazado toda plenitud artística, considerándola falsa con
respecto a la existencia, de la misma forma que sería falsa una tersa estatua neoclásica
de la Víctoria erigida para celebrar la derrota del nazismo después de Auschwitz. No
sólo las obras más arduas y difíciles, como las de Joyce y Beckett, sino también las
aparentemente más accesibles pero igualmente radicales en su representación del
desencanto y la nada, como La educación sentimental de Flaubert, han rechazado toda
profesión retórica de noble y fácil humanidad. La literatura que dice las verdades más
radicales acerca de la condición existencial e histórica es la de la negación y el rechazo,
la que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración misma del yo
individual, ya no se trata de que Su Majestad el yo promulgue bandos de Gobierno, sino
de un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a una provisional y oscilante
encrucijada de eventos y sensaciones, poco más que el sedimento dejado por una
tradición y una historia que se han volatilizado.
El escribiente Bartleby, el inmortal protagonista del relato homónimo de Melville,
responde a cada petición, orden u ofrecimiento: "Preferiría no hacerlo, señor." En este
firme y extremo no, parecido a la renuncia de los personajes kafkianos, hay un amor a la
vida más profundo que cualquier fácil consenso, un amor que se expresa en la soledad,
en el silencio, en una anarquía que es tanto más radical cuanto más tímida y remisa.
También la ironía puede esconder y revelar juntamente el abismo, como la leve,
diabólica y vertiginosa ironía de Svevo, una de las miradas más inexorables que se han
dirigido a la Medusa. El sentido de la literatura es, hoy más que nunca, la liberación de
los falsos ídolos, de todo aquello que pretende suplantar falsamente a los auténticos
valores. Como dicen los célebres versos de Montale: "Eso es sólo lo que hoy podemos
decirte, / lo que no somos, lo que no queremos". Lo que se dice en el Evangelio a
propósito de la palabra de Jesucristo vale también para la literatura: tampoco ésta trae la
paz, sino la espada; ha venido a separar al hijo del padre y al hermano de su hermano, a
esparcir inquietud, a poner en entredicho todo orden social y político. Botero, el teórico
de la Razón de Estado, decía que las letras no son útiles al Príncipe - es decir al Estado -
porque llevan a la melancolía. Acto de comunicación y por consiguiente acto social por
excelencia, la literatura tiene también un irreductible núcleo antisocial, como bien sabía
Platón; a menudo políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de
cualquier proyecto político.
En su negativa, la literatura puede decir un apasionado sí a la cálida vida, como la
llamaba Saba. Es liberatoria justamente porque está libre del principio de no
contradicción; puede decir verdades antitéticas, porque no formula juicios teoréticos ni
mucho menos proclama ideologías, sino que expresa experiencias y por lo tanto puede
expresar la fe en Dios y su negación, pues cada individuo, en la odisea de su vida, puede
tener experiencia de ambas y la literatura cuenta esa experiencia, sin dejarse apresar por
la formulación de un credo. En los relatos de Singer se dan la mano la epifanía de la fe y
la de la nada más radical y no es posible saber si Singer es o no creyente.
Todo escritor conoce bien, advierte físicamente, la diferencia que existe entre lo que él
escribe personalmente, para expresar su posición o su juicio sobre algo, y lo que dice
hablando a través de sus personajes o de sus paisajes, escuchando lo que le sugieren y lo
que tal vez hasta ese momento ignoraba tener dentro de sí. En la literatura todo es
metáfora, algo que dice algo distinto; un no puede ser un sí y ésa es su libertad, su
ángulo de trescientos sesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las
respuestas dadas por un escritor, sino las preguntas que éste plantea y que son siempre
más amplias que toda respuesta por exhaustiva que ésta pueda ser. También en la vida,
por lo demás, las personas que cuentan para nosotros no son tanto las que comparten
nuestras respuestas acerca de las cosas últimas, cuanto las que se plantean nuestras
mismas preguntas en torno a esas cosas.
La literatura tiene su férrea necesidad, pero ama el juego. La necesidad suprapersonal
sobrepasa a menudo el deseo y la voluntad del propio autor; a veces se quisiera decir
algo por lo que tenemos mucho interés pero que el texto nos rechaza, o bien callar algo
que el texto nos exige. En la fábula La radura [El claro del bosque] de Marisa Madieri,
la pequeña Dafne quería contar sus vicisitudes personales eliminando el episodio del
mirlo devorado por una serpiente, que perturbaba su encanto del mundo, pero se da
cuenta de que no puede hacerlo.
La literatura ama sin embargo el juego, la libertad de inventar la vida como el barón de
Munchhausen, de hacer incluso a la tragedia ligera como un globo de colores que se
escapa de la mano y se va volando por su cuenta. Los poetas saben esconder la
profundidad en la superficie, decía Hofmannsthal, disimular los abismos más
inquietantes en la levedad de la sonrisa y de lo aparentemente fútil, como sucede en
Sterne, haciendo sentir de este modo todavía más intensamente los vértigos de esa
oscura vorágine. La literatura inventa el lenguaje, contraviene la gramática y la sintaxis,
pero creando un nuevo orden; crea palabras, casi volviendo cada vez al origen de la
vida, como Joáo Guimaráes Rosa en su Gran Sertón. Esta desenfadada libertad es quizás
su mayor don.
Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y
que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos,
recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos. La literatura
nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos,
como sucede en el colegio con algunos profesores venerados a los que se les toma el
pelo con una cariñosa ironía y autoironía que es lo contrario del escarnio acre y
presuntuoso. Esta resuelta soltura de la persona es una actitud clásica y la clasicidad
hace libres, como dice un personaje de Fontane, el gran narrador prusiano del siglo
XIX, porque proporciona un sentido del espesor y de la complejidad, pero también del
absurdo y la vanidad de las cosas, enseñando a aceptarlas y a amarlas sin idolatrarlas.
Entre las muchas razones para estudiar las literaturas y las lenguas clásicas, no es la
última lo gratuito de esas lenguas muertas, de sus perifrásticas, de sus subjuntivos y de
todos esos esse videatur que parecen no servir para nada y que tal vez por eso mismo
ayudan a comprender a los hombres con desilusionada benevolencia y sobre todo
enseñan, con el orden del lenguaje, la moral correcta. Muchas barrabasadas nacen
cuando se hacen chapuzas con el lenguaje y se pone el sujeto como acusativo o el
complemento directo como nominativo, enredando los papeles y confundiendo las
víctimas con los culpables, aboliendo distinciones y jerarquías en un embaucador
revoltijo de conceptos y sentimientos que deforma la verdad. Tal vez, si aprendemos lo
gratuito de todas esas proparoxítonas y properispómenas, o de aquel bendito paradigma
del verbo hystemi, lo demás se nos dará por añadidura.
Irresponsabilidad se llama pues el juego de la literatura. Pero el verdadero juego es algo
muy serio: lo saben bien los niños, que juegan a policías y ladrones conscientes de la
ficción, pero con una seriedad y una pasión que raras veces adoptarán más tarde en las
ficciones aparentemente reales de sus actividades de adultos. Hay también sin embargo
un juego árido y estéril, en el que se complacen a menudo los literatos, una aridez
enmascarada por las palabras que celebran los sentimientos, casi una arrogante
autorización para no participar en el calor de la vida durante el acto mismo en que se la
canta. Todo el que ama la literatura tiene que vérselas a fondo, como dejó bien claro
Thomas Mann, con el peligro, siempre al acecho, de que el amor por la palabra se
convierta en idolatría, en fetichismo. En todo escritor, y no sólo en los muchos estetas
como abundan, serpentea esa tentación, que la tradición atribuye, probablemente sin
motivo, a Nerón, y que consiste en el impulso de preocuparse, mientras Roma se
consume entre las llamas, más por los versos que lamentan el incendio y sus víctimas
que por las víctimas propiamente dichas y por su dolor.
Muchos escritores, incluso grandes, de los que supieron hablar al corazón demostraron
tener un corazón bastante pequeño y árido, que se encendía por miserables envidias o
pruritos de reconocimiento más que por el amor o el dolor. Los mayores escritores -
pensemos en Tolstoi o Dostoievski - fueron por lo demás los primeros en denunciar,
incluso en sí mismos, esa estrechez humana de la literatura. Esta puede hacerse
cómplice de una mezquina y ambigua secularización que profana y falsea cualquier
sentimiento y cualquier valor. En uno de sus relatos, Singer pone en boca de un
demonio estas palabras: "Los judíos ahora tienen escritores que nos han robado el oficio
[...] Conocen todos nuestros trucos, el escarnio, la piedad. Tienen mil razones por las
que un ratón deba ser kosher." Escribir - ejercicio ascético y totalizante que absorbe la
atención y la energía de toda la persona - puede comportar un riesgo de inhumanidad.
La escritura busca la vida, pero puede perderla precisamente porque está enteramente
concentrada en sí misma y en su propia búsqueda. Un día, en París, durante una
discusión acerca de mi Danubio, Maurice Nadeau me preguntó si, para mi viajero
danubiano, la literatura era un medio para alcanzar el sentido de la vida o bien un
obstáculo en ese camino. Después de muchos titubeos le dije que, si no podía por menos
de responder, era en un 50,001 por ciento salvación y en un 49,999 perdición, y que
podía ser salvación sólo a condición de ser conscientes de su potencial negativo.
Nadie como Kafka ha llegado a entender ese nudo inextricable de bien y mal inherente
a la literatura. Dijo que hubiera querido ser Amshel, tal como suena su nombre hebreo,
es decir, arraigado en ese tejido de valores y afectos humanos, en esa plenitud vital y
moral que para él representaba el judaísmo. Para él la literatura fue el camino de esa
búsqueda de lo humano, pero le engatusó en esa búsqueda, a la que terminó por
dedicarle toda su energía y su atención, perdiendo de vista la meta de tan embebido
como estaba por el ansia de enfilar el camino adecuado. De ese modo, escribe Giuliano
Baioni, no pudo llegar a ser Amshel, el hombre completo, y se convirtió en Franz
Kafka, gran escritor justamente en tanto que hombre manco y culpable de su perfección
literaria que era también mutilación humana. Pero sin Franz Kafka no sabríamos lo que
significa ser Amshel, lo que significa esa vida que le faltó al escritor.
Desde el más grande de los libros, la Odisea, la literatura es un viaje por la vida. La
literatura moderna no es un viaje por mar, sino a través del polvo y la desolación, como
el de don Quijote; a través del desierto, hacia una Tierra Prometida en la que, como
Moisés, no llegaremos nunca a poner un pie. Ninguna religión, ninguna filosofía o
política que proclame haber llegado ya a la Tierra Prometida o estar próxima a llegar,
con todos sus seguidores detrás, puede enrolar en sus filas a la literatura. La literatura, el
arte, indican sin embargo el camino hacia la Tierra Prometida, la dirección adecuada. Es
comprensible que se expulse a los poetas de la República, como inmigrantes furtivos y
clandestinos. Pero estos vagabundos, como los nómadas del desierto, son guías que
indican las pistas para atravesarlo.
1996

UTOPIA Y DESENCANTO

En el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, Leopardi pone de
relieve la estremecedora vanidad de esperar, a finales de cada año, un año más feliz que
los anteriores, a los que también se esperó a su vez con la confianza de que traerían
consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron. Ese breve texto inmortal del gran
poeta italiano, tan inexorable en el diagnóstico del mal de vivir, está exento no obstante
del fácil pesimismo apocalíptico de muchos maestros de la retórica actuales, que se
complacen en anunciar continuamente desastres y en proclamar que la vida no es más
que vacío, error y horror. El diálogo leopardiano está impregnado en cambio de un
tímido amor a la vida y una hosca espera de la felicidad, que quedan desmentidos por la
sucesión de los años pero continúan viviendo, con temor y temblor, en el ánimo y
permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que el pathos catastrófico.
Esos pensamientos y esa pesadumbre ante la vuelta de hoja del año se asoman con
mucha mayor intensidad cuando lo que acaba - y lo que respectivamente empieza - no
es sólo un año y ni siquiera un siglo, sino un milenio. El calendario hace alarde de una
extraordinaria inflación de aniversarios y conmemoraciones, desde las bodas de oro
milenarias de Austria al bicentenario de la bandera italiana pasando por el fatídico
comienzo del año Dos mil - simbólicos giros epocales, grandes Arcos de Triunfo del
Tiempo, espectaculares escenografías del Progreso y la Caducidad. En la vigilia del año
Mil había - aunque menos numerosos de lo que a menudo nos gusta creer - quien
esperaba el fin del mundo; en los peores momentos de la guerra fría se temía un
apocalipsis nuclear, la pesadilla del day after. En los umbrales del año Dos mil no existe
ningún pathos finalístico, pero sí ciertamente un profundo sentido de la transformación
radical de la civilización y de la misma humanidad y por consiguiente un sentido del
indiscutible fin no del mundo, sino de un modo secular de vivirlo, de concebirlo y
administrarlo.
Ya en los últimos años del siglo pasado, Nietzsche y Dostoievski habían vislumbrado el
advenimiento de un nuevo tipo de hombre, de un estadio antropológico distinto - en el
modo de ser y sentir - del individuo tradicional, existente desde tiempo inmemorial. En
su Ubermensch, Nietzsche no veía a un "Superhombre", a un individuo de capacidades
potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien, conforme a la definición de
Gianni Vattimo, a un "Ultra - hombre", una nueva forma del Yo, no ya compacto y
unitario sino constituido, según él, por una "anarquía de átomos", por una multiplicidad
de núcleos psíquicos y pulsiones no apresadas ya dentro de la rígida coraza de la
individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más "virtual", es el
escenario de esa posible mutación del Yo.
El propio Nietzsche decía que su "Ultra - hombre" era íntimamente afín al "Hombre del
subsuelo" de Dostoievski. Ambos escritores atisbaban de hecho en su tiempo y en el
futuro - un futuro que en parte lo es todavía también para nosotros, pero que en parte es
ya nuestro presente - el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y de los
sistemas de valores, con la diferencia de que para Nietzsche, como nos recuerda Vittorio
Strada, se trataba de una liberación que celebrar y para Dostoievski de una enfermedad
que combatir. En este comienzo de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva
nuestra civilización este dilema: si combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas
consecuencias.
"El viejo siglo no ha acabado bien", escribe Eric J. Hobsbawm en su Historia del siglo
XX, añadiendo que acaba, para usar una expresión de Eliot, con una retumbante
explosión y un enojoso lloriqueo. Otros reparan sobre todo en lo terrible de estos cien
años - el "terrible siglo Veinte", con su primacía en lo que a hecatombes y exterminios
se refiere, puestos en práctica con una monstruosa simbiosis de barbarie y racionalidad
científica. Sin embargo sería injusto olvidar o menospreciar los enormes progresos
realizados durante el siglo, que ha visto no sólo cómo masas cada vez más amplias de
hombres alcanzaban condiciones humanas de vida, sino también una continua
ampliación de los derechos de categorías marginadas o ignoradas y una toma de
conciencia cada vez más amplia de la dignidad de todos los hombres, presente incluso
allí donde hasta ayer mismo no se sabía o no se quería reconocer e incluidas las formas
de vida y civilización más apartadas de nuestros modelos.
Es realmente delictivo olvidar las atrocidades del siglo de Auschwitz, pero tampoco es
lícito pasar por alto las atrocidades cometidas en los siglos anteriores sin que la
conciencia colectiva cayera en la cuenta y le remordieran. Creer confiadamente en el -
progreso, como los positivistas del siglo XIX, es hoy día ridículo, pero igualmente
obtusas son la idealización nostálgica del pasado y la grandilocuente énfasis
catastrófica. Las nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable
miopía, se vuelva menos miope gracias a la humildad y a la autoironía.
Estas nos ponen en guardia frente a la tentación de abandonarnos al pathos de las
profecías y las fórmulas que hacen época, ya que se tornan cómicas a la que uno se
descuida, como la famosa frase según la cual en 1989 habría acabado la Historia, frase
que ya entonces bien podía haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares
comunes y de idioteces de Flaubert. El Ochenta y nueve, por el contrario, lo que hizo
fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y
ésta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión, tan a
menudo unidas como las dos caras de la misma moneda. El principio de
autodeterminación, que afirma la libertad, desata conflictos sangrientos que conculcan
la libertad de los demás; otro ejemplo del cortocircuito del progreso y el regreso es el
constituido por el incremento económico y el desarrollo de la producción, que provocan
una disminución de la ocupación aumentando así el número de los excluidos de un tenor
de vida aceptable y creando por consiguiente las premisas, advierte Dahrendorf, para
gravísimas tensiones y conflictos sociales.
La contradicción más patente es la que afecta al mismo tiempo a procesos de
unificación y agregación - la unidad europea, sin ir más lejos - y de atomización
particularista, como la reivindicación de las identidades locales, que niegan con furia el
contexto más amplio, estatal, nacional o cultural que las comprende. A la nivelación
general, producida especialmente por los medios de comunicación que proponen a
escala planetaria los mismos modelos, se contraponen diversidades cada vez más
salvajes; ambos procesos amenazan un fundamento esencial de la civilización europea,
la individualidad en su sentido fuerte y clásico, inconfundible en su peculiaridad, pero
portadora y expresión de lo universal.
El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en
todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible Víctoria
de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover - a través de mitos, ritos,
consignas, representaciones y figuras simbólicas - la autoidentificación de las masas,
consiguiendo que, como escribe Giorgio Negrelli en sus Anni allo sbando [Años a la
deriva], "el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más
oportuno". El totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las
gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones.
Una resistencia a este totalitarismo es la que radica en la defensa de la memoria
histórica, que corremos el riesgo de que nos la borren y sin la que no cabe ningún
sentido de la plenitud y la complejidad de la vida. Otra resistencia estriba en el rechazo
del falso realismo, que confunde la fachada de la realidad con toda la realidad y, privado
de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza el presente y no cree que éste pueda
cambiar, tachando de ingenuos utopistas a quienes piensan que se puede cambiar el
mundo. En el verano del Ochenta y nueve esos falsos realistas, tan numerosos entre los
políticos, se habrían mofado de quien hubiese dicho que tal vez podía caer el muro de
Berlín. El milenio parece concluir con el fin del mito de la Revolución y también de
esos grandes proyectos de cambiar el mundo que han caracterizado, como observa
Alberto Cavallari, el siglo pasado y gran parte del nuestro.
En el revisionismo histórico cada vez más difuso, a la Revolución francesa, hasta ayer
mismo considerada como la matriz de la modernidad y de sus libertades, se le tilda de
madre de los totalitarismos, y sus violencias hacen palidecer la memoria de aquellas
contra las que insurgió; hacen olvidar aquella poesía de Víctor Hugo en la que la cabeza
cortada de Luis XVI reprocha a sus padres, a los reyes de Francia del pasado, haber
construido - con las injusticias del dominio feudal - la "máquina horrible" que la ha
decapitado, es decir la guillotina, que se propone extirpar la violencia con la violencia,
cometiendo delitos que nada puede justificar, pero de los que no solamente ella es la
responsable.
La caída del comunismo parece a menudo arrastrar consigo, en un descrédito
generalizado, no sólo al socialismo real, sino también a las ideas de democracia y
progreso, a la utopía de la redención social y civil; el fracaso de la pretensión de poner
fin de una vez por todas al mal y a la injusticia de la Historia afecta a veces a cualquier
otra concepción de la solidaridad y la justicia. Pero el final del mito de la Revolución y
el Gran Proyecto tendría que dar por el contrario más fuerza concreta a los ideales de
justicia que ese mito había expresado con potencia, pero pervertido con su
absolutización e instrumentalización; tendría que proporcionar más paciencia y tesón
para perseguirlos y por lo tanto mayores probabilidades de realizarlos, en esa medida
relativa, imperfecta y perfectible que es la medida humana. El final de esos mitos puede
aumentar la fuerza de aquellos ideales, precisamente porque los libera de la idolatría
mítica y totalizante que los ha vuelto rígidos; puede hacer comprender que las utopías
revolucionarias son una levadura, que por sí sola no basta para hacer pan,
contrariamente a lo que han creído muchos ideólogos, pero sin la cual no se hace un
buen pan. El mundo no puede ser redimido de una vez para siempre y cada generación
tiene que empujar, como Sísifo, su propia piedra, para evitar que ésta se le eche encima
aplastándole. La conciencia de estas cosas supone la entrada de la humanidad en la
madurez espiritual, en esa mayoría de edad de la Razón que Kant había vislumbrado en
la Ilustración.
El final y el principio del milenio necesitan utopía unida al desencanto. El destino de
cada hombre, y de la misma Historia, se parece al de Moisés, que no alcanzó la Tierra
Prometida, pero no dejó de caminar en dirección a ella. Utopía significa no rendirse a
las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como debieran ser; saber que al mundo,
como dice un verso de Brecht, le hace buena falta que lo cambien y lo rediman. El
despertar religioso, que sin embargo tan a menudo degenera en fundamentalismos,
cumple la gran función de avivar el sentido del más allá, de recordar que la Historia
profana de lo que sucede se intersecciona continuamente con la Historia sagrada, con el
grito de las víctimas que piden otra Historia y que, en el Día del Juicio, presentarán a
Dios y al Espíritu del Mundo el libro de cuentas y los llamarán a que les den razón del
matadero universal.
Utopía significa no olvidar a esas víctimas anónimas, a los millones de personas que
perecieron a lo largo de los siglos a causa de violencias indecibles y que han sido
sepultadas en el olvido, sin registro alguno en los Anales de la Historia Universal. El río
de la Historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias individuales, la ola del olvido
las borra de la memoria del mundo; escribir significa también caminar a lo largo del río,
remontar la corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados en
las orillas y embarcarlos en una precaria arca de Noé de papel.
Este intento de salvación es utópico y el arca a lo mejor se hunde. Pero la utopía da
sentido a la vida, porque exige, contra toda verosimilitud, que la vida tenga un sentido;
don Quijote es grande porque se empeña en creer, negando la evidencia, que la bacía del
barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la encantadora Dulcinea.
Pero don Quijote, por sí solo, sería penoso y peligroso, como lo es la utopía cuando
violenta a la realidad, creyendo que la meta lejana ha sido ya alcanzada, confundiendo
el sueño con la realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros, como las utopías
políticas totalitarias.
Don Quijote necesita a Sancho Panza, que se da cuenta de que el yelmo de Mambrino
es una bacinilla y percibe el olor a establo de Aldonza, pero entiende que el mundo no
está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad
luminosa. Sancho sigue al enloquecido caballero - es más, cuando éste recobra la
cordura, se siente perdido y reclama nuevas aventuras encantadas. Pero don Quijote, por
sí solo, sería tal vez más pobre que él, porque a sus gestas caballerescas les faltarían los
colores, los sabores, los alimentos, la sangre, el sudor y el placer sensual de la
existencia, sin los cuales la idea heroica, que les infunde significado, sería una prisión
asfixiante.
Utopía y desencanto, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse
recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberatorio si viene
acompañado de la conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por esas
utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos
ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Demasiados desilusionados por
las utopías totalitarias desmoronadas, excitadísimos por el desencanto en lugar de
haberse vuelto a causa de ello más maduros, levantan una voz chillona y presumida para
mofarse de los ideales de solidaridad y justicia en los que antes habían creído
ciegamente. El énfasis con el que a menudo se celebra la caída del Estado social, en
lugar de estudiar sus patentes defectos para corregirlos, es un aspecto de esa incapacidad
de unir utopía y desencanto. Era ridículo, en 1929 o en los años sesenta, creer que el
capitalismo estuviese agonizando y es ridículo creer hoy que la forma actual de su
Víctoria constituye el orden definitivo del mundo. Creer que se ha vencido, que se tiene
con el triunfo una relación inquebrantable, puede ser peligroso: Manes Sperber decía
que quien se ufana o se complace con la Víctoria se convierte fácilmente en un cocu de
la victoire.
Cada generación y cada individuo tienen que volver a experimentar, y no sólo una vez,
la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos, que esperaban la
parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, el
Espíritu de la consolación, confiados - por lo menos muchos de ellos - en que vendría ya
durante sus vidas. La parusía no llegó y no debe haber sido fácil, para aquellos
creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un
mentís, sino de un aplazamiento de la salvación y quizás ni siquiera de una moratoria,
sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está
siempre en camino, hasta el final de los tiempos - que quizás no acaben, por lo menos
durante la breve presencia del hombre en la tierra.
Desencanto significa saber que la parusía no tendrá lugar, que nuestros ojos no verán al
Mesías, que el próximo año no estaremos en Jerusalén, que los dioses se han exiliado.
Occidente vive al calor de este desencanto, que Max Weber ha delineado en páginas
admirables y definitivas, describiendo la jaula de hierro que ha aprisionado al mundo en
las mallas de una racionalización inexorable, que lo encamina y lo empuja por una
dirección obligatoria. Pero las mismas páginas de Weber contradicen este diagnóstico
con el tono con que lo enuncia, con la música que las impregna cuando habla de los
valores indemostrables pero irrenunciables, del sentido de la vida, que la racionalización
hace inencontrable pero no apaga su insuprimible exigencia, o del demonio que hay en
la vida de cada uno.
Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo
cuando el encanto revela sus grietas o deja de manifestarse. En el desencanto, como en
una mirada que ha visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el
pecado original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo de
Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el mundo de vez en
cuando es tan encantador como el Edén, de que los hombres débiles y malvados son
también capaces de generosidad y amor, de que un cuerpo efímero y mortal puede ser
amado con pasión y el yelmo de Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en
las cazuelas oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el intelecto
no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice que
el encanto no se da pero sugiere, en el modo y el tono en que lo dice, que a pesar de
todo existe y puede reaparecer cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no
tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de
Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía
y el encanto de la caballería.
El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su elemento fundamental, la esperanza.
¿Qué es lo que puedo esperar?, se pregunta Kant en la Critica de la razón pura. La
esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la
laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible
necesidad de rescate. El mal radical - la radical insensatez con que se presenta el mundo
- exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo afrontar con la esperanza de
superarlo. Charles Péguy consideraba la esperanza como la virtud más grande,
precisamente porque la propensión a desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y
porque es tan difícil, como dice en su Pórtico del misterio de la segunda virtud,
reconquistar la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin embargo
creer que mañana irá mejor.
La esperanza es un conocimiento completo de las cosas, observa Gerardo Cunico; no
sólo de cómo éstas aparecen y son, sino también de aquello en lo que se tienen que
convertir para conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser. Se
identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y significa que tras cada
realidad hay otras potencialidades que hay que liberar de la cárcel de lo existente. La
esperanza se proyecta en el futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero
también con la naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y
pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la civilización judía,
en la indómita tensión de sus profetas.
El desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su
pathos profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas
posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia.
Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico, sino sólo poético, porque
solamente la poesía es capaz de representar las contradicciones sin resolverlas
conceptualmente, sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musical. Tal
vez por eso el mayor libro del desencanto, La educación sentimental de Flaubert - el
libro de todas las desilusiones, como se lo ha definido -, es también, en la melodía de su
fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el libro del encanto y de la seducción
de vivir. Todo mito revive y refulge sólo cuando se desmitifica su estereotipo, su
hechizo de cartón; los Mares del Sur se convierten en un paisaje del alma en las páginas
de Melville o de Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario
de intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se
resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche, es la capacidad de soñar sabiendo que se
sueña.
La historia literaria occidental de los últimos dos siglos es una historia de utopía y
desencanto, de su inseparable simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la
historia como la otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo.
Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la historia es la exigencia
de algo irreductiblemente distinto, de una redención mesiánica y revolucionaria, fallida
o negada por cada revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le
pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la evolución social y le
hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El progreso colectivo resalta todavía más el
malestar del individuo; pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así
a que sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida auténtica puede
permitir que nos acerquemos a ella.
En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco desengañó 1 que es, también
él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad
reluctante a la Historia. Un poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienes
Ferdinand Raimund, cuenta, en su La corona mágica que trae desdichas - una comedia
popular de principios del siglo XIX -, cómo un hada benévola le da al protagonista,
Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de transfigurar la realidad: quien ve
el mundo a su luz ve esplendor y poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que
miseria y sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el truco, le
advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero ilusorias. La conciencia de
ello no destruye sin embargo el embrujo de las cosas iluminadas por esa luz y la vida de
Ewald, merced a ese don, se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa.
Quien la usa sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve el
dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia es armoniosa. Pero
el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso, porque ese don, que ilumina la grisura
del presente, da a entender que la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal
como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la
potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la mariposa en la
crisálida.
Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro con una pistola, algunos años
después, se olvidara de ese don embrujado que había inventado. Pero los pecios de esa
grande y naufragada arca de Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como
leños que el diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico
juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de escabullirse del jaque y
defender el encanto. Al igual que los hijos de la vieja Austria, nosotros también vivimos
sobre una cuenta extinguida, esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los
trozos de papel con los que lo compramos - o las medidas que no logramos comprender,
pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada eliminación física del
dinero - acaben por borrar la diferencia entre los ceros del debe y los del haber. "Y sin
embargo la vida es bella. ¿No es verdad?", dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo
contrario. "Eso es algo que ya se sabe", responde el vendedor de almanaques.
1996
1. En español en el original. (N. del T.)