Las rocas tienen patas
La imaginación de un niño es muy creativa. Su creatividad es alta hasta el punto en que cosas imaginadas se pueden ver e incluso pueden ser tocadas por ellos. Se puede decir que la creatividad tiene vida gracias a los niños. Mi creatividad de niña también era así. Corría tan salvajemente hasta el punto que no sé si lo que experimenté hace tantos años fue real o no.
Los detalles de esa noche no los recuerdo bien ya que solo tenía ocho años. Me acuerdo entrando a un gran parque sola y todo lo que se podía escuchar eran mis pasos y mi respiración. Las casas cercanas estaban oscuras ya que todos se dormían temprano y muchas partes del parque no estaban iluminadas correctamente.
Llegué a un estanque grande cuyo lado izquierdo estaba iluminado, pero el lado derecho no. Allí, en la orilla, pude ver siluetas de rocas grandes. Me acerqué porque por alguna razón quería golpear una con mi palma. Y eso es lo que hice. Golpeé la roca que estaba más cerca de mí. Me gruñó. Tal vez me lo imaginé pero el sentimiento de miedo en mí era real. Por eso me fui a la parte iluminada para alejarme de la roca. Ahí es donde decidí saltar guijarros y ver si podía golpear las rocas del otro lado.
Golpeé algunas pero quería ver si podía golpear la roca que me había gruñido. Y lo hice. La roca me gruñó de nuevo. Otro juego de mi mente probablemente. Pero la roca se levantó y salieron lo que parecían seis patas de debajo de ella. Comenzó a moverse rápidamente de un lado a otro y de repente se detuvo como si me estuviera mirando. Se lanzó en mi dirección. Corrí. No me volteé para ver qué era, pero pude escuchar las salpicaduras que venían del estanque.
La dirección en la que corría estaba oscura y de repente me tropecé en algo. Me caí. Los gruñidos se escuchaban más cercanos y me levanté lo más rápido que pude. Pero patas afiladas me cogieron del tobillo izquierdo. El instinto vino y pateé lo más duro posible a la roca con mi pie derecho. Libre. El recuerdo que tengo después es afuera del parque recuperando mi aliento. Miré hacia atrás. No había nadie. Desde lejos pude ver el estanque y la silueta de las rocas. Faltaba una. Seguí corriendo lo más rápido que pude lejos del parque.
Fue una pesadilla. Bueno, eso es lo que he pensado todos estos años. Las rocas no tienen vida, no se mueven y menos tienen patas. Ninguna de esas cosas parecen ser reales. Pero la cicatriz en mi tobillo que no sé cómo me la hice me hace dudar. Tal vez… ¿Las rocas tienen patas?
Me voy, me fui, no regreso
Lo tenía todo planeado. Eran las vacaciones de invierno y rápidamente estaba haciendo planes sobre lo que iba a hacer. Ya estaba decidiendo las cosas que haría en ciertos días, así como la cantidad de tiempo que pasaría haciéndolas. Siempre me gustaba llenar mis días y no perder ningún solo minuto haciendo nada. Tengo mucho que hacer, hacer y hacer. Todo iba perfecto, bueno... hasta que todos mis planes se fueron a la basura cuando mis padres dijeron que pasaríamos mis vacaciones en Ecuador.
Cuando era pequeña, me encantaba ir allí, hasta también viví allí por muchos años. Pero llevaba largo tiempo sin ir, además, ahora que soy mayor, realmente no tengo ganas de ir cuando sé que tengo mucho que hacer aquí. Desde prepararme para el próximo semestre hasta disfrutar de las vacaciones con mi amigo, no me veía yendo a otro continente. Además, siempre llegamos a la casa de mi abuela, que está como en medio de la nada, no hay WiFi y ¡los gérmenes! ¡Ay no los gérmenes del campo! Honestamente, esta es la peor pesadilla de una germófobica. Cada día que se acercaba el día de nuestro vuelo, me decía a mí misma: no voy, no voy, no voy.
El avión estaba a un par de minutos de aterrizar en la capital de Ecuador. Tanto que decía que no iba ir. Siempre me ha gustado el tiempo que se pasa viajando en el avión. Siempre lo vi como un “viaje a través de las dimensiones”. Primero despegas del lugar que conoces y luego te pasas horas y horas en el aire mirando nada más que nubes. Ni siquiera se siente como si te estuvieras moviendo. Más tarde, vuelves al suelo, pero el paisaje ha cambiado. No es dónde estabas antes. Es como si volvieras a bajar en otra dimensión del tiempo. Y esto es lo que pasó. Los edificios altos fueron reemplazados por montañas verdes, carreteras con ríos y casas con campos verdes. Realmente estaba en otro universo. Era hermoso. No recordaba lo impresionante que era ver la naturaleza fluir tan libremente y en el camino a la casa de mi abuela, pude ver lo bonita y reconfortante que era realmente la ciudad de mi infancia. Las fotos que veo en nuestros álbumes familiares no hacen justicia a las vistas que estaba viendo desde el auto con mis propios ojos. No sé de qué otra manera describirlo, era tan lindo, tan hermoso, tan per-
-Por cierto, no hay agua en casa.
- .....
¡Olviden todo lo que dije!
Una vez que te bajas de un avión, todo lo que quieres hacer es quitarte esa suciedad de un asiento que miles de personas han usado. Pero, ¿cómo puedes hacer tal cosa cuando no hay agua corriente? Desafortunadamente, la solución es bañarse con cubetas de agua. Mi abuela tiene un tanque de agua que se usa aquí a diario, por lo que esta es la única fuente de agua que tenemos en este momento. (¡Por favor cuando regresen a casa aprecien el agua que sale de sus grifos!) Mientras pensaba en toda el agua del mundo que había allá en Nueva York, mi abuela trajo una bolsa blanca cubierta de polvo y pronto sacó su contenido: lavacaras amarillas de diferentes tamaños. Las lavacaras son cubetas que usamos para recoger agua del pozo de agua que tenemos. Era difícil de creer cómo mi abuela los ha mantenido en buenas condiciones después de tantos años. El agua siempre ha sido un problema en este barrio desde hace años. Recuerdo una vez cuando era niña, después de un largo día de jugar en el parque, volví a casa toda cubierta de tierra y lodo. Odiaba bañarme, especialmente un baño con balde. Lloré y corrí a esconderme, negándome a bañarme. Pero mi abuela me encontró, siempre lo hacía. Me prometió que si me bañaba me compraría esas galletas de pescaditos que me gustan mucho y que me las podía comer con su sopa al día siguiente. Y cumplió su promesa, siempre. Pero ahora, mientras mi abuela me tiraba lavacaras llenas de agua, recordé aquellos días en que me encantaba jugar en el parque. Realmente no me importaba lo que tocaba con mis manos o lo sucias que estaban las cosas, solo recordaba divertirme. No me imponía restricciones sobre lo que podía tocar, o pensaba en dónde estaban los gérmenes. De hecho, no pensaba en absoluto, nunca. Tocaba el mundo sin miedo y no había nada de malo en eso. Cuando terminé de “bañarme”, fui a mi habitación y la puerta estaba cerrada. Por una vez, sin la ayuda de una servilleta, giré vacilante el pomo de la puerta con el pulgar y el índice y rápidamente me metí en la cama.
Después de despertarme y desayunar, me golpeó la realidad: hoy no tengo nada que hacer. O mañana, o el día siguiente o el día siguiente. ¿Qué voy a hacer sin amigos? ¿Sin WiFi? ¿Sin planes? Para curar mi aburrimiento, miré alrededor de la casa y las cosas que habían en ella, aunque fueran privadas. Miré innumerables artefactos, cartas antiguas, álbumes de fotos, lo que fuera. Mientras hojeaba un viejo libro amarillo porque por alguna razón me resultaba familiar, entonces recordé. Oh, es por eso. La tapa amarilla me recordaba a un cuaderno que tenía. De hecho, todavía lo tengo. Sabía exactamente dónde estaba. Fui a la entrada de mi dormitorio y saqué la losa del piso frente a ella. Y ahí estaba en el suelo: mi viejo cuaderno. Empecé a mirar su contenido. Desde entradas de diario hasta listas aleatorias, hojeé mi diario y luego encontré una lista interesante. Se tituló “Cosas que me gustan hacer”. Leí algunos de los artículos:
* Ver cuantos carros pasan por la casa
* Ver el atardecer
* Ver cómo se mueven las nubes
* Ver las estrellas
Ver, ver, ver. ¿Cómo me gustaban estas cosas? Hay mucho de ver pero no mucho de hacer.¿Cómo me divertía? ¿Alguna vez hice estas cosas? Justo cuando estoy tratando de recordar si alguna vez completé mi lista, mi abuela vino a mi habitación con una bandeja de comida. Lo dejó en mi escritorio y, afortunadamente, no me preguntó sobre la losa grande que faltaba en la entrada de mi habitación. Deje el libro para almorzar. Pero en ese instante, tenía muchas ganas de empezar a llorar. La bandeja de comida consistía en sopa de tomate, mi sopa favorita. Y al lado había una bolsa de pescaditos. Era como si el tiempo no hubiera pasado.
Como no tenía nada que hacer todos los días, seguí la lista. Vi cuántos carros pasaban por nuestra casa. Pasan muchos autos. Demasiados para que mi terrible memoria recordara el número exacto. Observé las nubes en el cielo y a veces traté de encontrar imágenes en ellas. Es chévere cuántas formas tienen las nubes y la gran cantidad de ellas que hay. Vi el atardecer. No creo que nunca lo haya hecho. Bueno, recuerdo haciéndolo. Realmente es algo extraordinario poder ver el sol cambiar a un naranja cálido y descender detrás de las montañas verdes. Honestamente, es tan difícil de describir. Necesitas estar allí para experimentarlo, para verlo. Y eso es lo que hice todos los días. Vi, vi , y vi.
Cuando terminé de ver el atardecer, de repente me di cuenta de algo importante: odio donde vivo actualmente. Odio los edificios altos sin naturaleza a la vista, odio los subterráneos abarrotados y sucios, el aire contaminado, los lugares siempre abarrotados, la artificialidad en todo. Estuve tan concentrada en siempre estar haciendo cosas que me olvidé de mirar y darme cuenta de dónde estoy, dónde vivo realmente.
Y así, en la última noche de mi estancia no pude dormir. Me levanté para tomar un vaso de agua y fui a la cocina. Una vez que estuve allí y terminé mi vaso de agua, noté lo brillante que estaba toda la cocina a pesar de que todas las luces estaban apagadas. Me acerqué a la ventana más cercana para ver lo imaginable: una luna llena con un cielo cubierto de estrellas. Creo que me recuerdo haciendo esto e incluso ahora sin darme cuenta. Cuando regresaba de la universidad y ya era de noche, a veces me quedaba en la plataforma del tren e intentaba buscar estrellas. Pero nunca las encontraba, solo veía vacío sin fin. Pero este momento es lo que había estado esperando, anhelando tener un asiento en primera fila ante la belleza del cielo tranquilo con tanto que decirme, que mostrarme. Mientras seguía mirando, le dije a la noche tranquila “no me quiero ir, no me quiero ir, no me quiero ir”
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