Ana Sophia Radolinski
El hoyo de arena
-Llevamos horas caminando. No sé cuánto más puedo soportar.
-Ánimo. Siempre hay esperanza.
-Si tú lo dices. ¿De verdad crees que podemos llegar?
- Bueno en nuestra condición nunca se sabe.
-¿Queda más agua?
-No. Ya no.
-Vaya por dios. ¿Qué vamos a hacer?
-Una vez vi en un programa de la tele un hombre bebiendo su propia orina para sobrevivir.
-Qué asco. Me moriría antes de hacerlo.
-¿Y si no hay opción?
Su pregunta reverberaba por la arena. Ni siquiera había arboles, aunque el aire caliente subiendo hacia el cielo le dio la impresión de caminar por un bosque denso. Ante un desierto así, la esperanza no tenía suficiente fuerza para luchar por mucho tiempo. En la expresión de su compañero, vio la desesperación que sentía pero no quería, o no podía, admitir. Una ráfaga de viento lleno de balas doradas lo atacó y dejo de caminar. Al abrir los ojos, lo vio. Con asombro, empezó a correr.
-¡Venga! ¡Corre! Ya lo veo.
-Ya sabes que no puedo correr con mi pierna así. Vete. Te estoy siguiendo. Después de unos segundos, llegó jadeando a la fortaleza. En frente del general, saludó.
-General, no se puedo expresar cuánto me alegro de verlo.
-Siento lo mismo soldado. Pero, por cierto, qué triste que no hayas podido regresar con nadie más. Debe haber sido una batalla sangrienta.
Con pánico, el soldado buscó el horizonte pero sólo encontró un yermo inmenso.
El hoyo de arena
-Llevamos horas caminando. No sé cuánto más puedo soportar.
-Ánimo. Siempre hay esperanza.
-Si tú lo dices. ¿De verdad crees que podemos llegar?
- Bueno en nuestra condición nunca se sabe.
-¿Queda más agua?
-No. Ya no.
-Vaya por dios. ¿Qué vamos a hacer?
-Una vez vi en un programa de la tele un hombre bebiendo su propia orina para sobrevivir.
-Qué asco. Me moriría antes de hacerlo.
-¿Y si no hay opción?
Su pregunta reverberaba por la arena. Ni siquiera había arboles, aunque el aire caliente subiendo hacia el cielo le dio la impresión de caminar por un bosque denso. Ante un desierto así, la esperanza no tenía suficiente fuerza para luchar por mucho tiempo. En la expresión de su compañero, vio la desesperación que sentía pero no quería, o no podía, admitir. Una ráfaga de viento lleno de balas doradas lo atacó y dejo de caminar. Al abrir los ojos, lo vio. Con asombro, empezó a correr.
-¡Venga! ¡Corre! Ya lo veo.
-Ya sabes que no puedo correr con mi pierna así. Vete. Te estoy siguiendo. Después de unos segundos, llegó jadeando a la fortaleza. En frente del general, saludó.
-General, no se puedo expresar cuánto me alegro de verlo.
-Siento lo mismo soldado. Pero, por cierto, qué triste que no hayas podido regresar con nadie más. Debe haber sido una batalla sangrienta.
Con pánico, el soldado buscó el horizonte pero sólo encontró un yermo inmenso.
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