Caer
Siempre vomitaba. Por los nervios. Porque no importaba cuantas veces lo hubiera hecho, cuando él sabía que en unos minutos iba a caer desde el cielo, vomitaba. Y cuando terminaba, saltaba del avión y todo estaba O.K..
Después de vomitar.
El siquiatra recomendó que él se lanzara en paracaídas por su miedo a perder el control. Seguía haciéndolo porque era lo más cercano a volar que él podía alcanzar. Y siempre había querido volar.
Por eso, tres veces por año, saltaba de un avión. Primero miraba al paracaídas. Minuciosamente. Y entonces vomitaba en una bolsa. Y saltaba, miraba las montañas y el mar en la distancia. Y cuando estaba en tierra, vomitaba otra vez.
Pagaba bien, y por eso, el piloto nunca le dio problemas a la hora de revisar el paracaídas o de vomitar en el avión.
Cada vez que una persona se lanza en paracaídas, firma un contrato. Se dice que se entiende que, aunque todo es seguro, siempre hay una posibilidad de que algo salga mal. Que haya un agujero en el paracaídas (una vez de cada 1076). Que el paracaídas no se abra (una vez de cada 543) O que todo funcionara bien, pero el aterrizaje fuera demasiado violento (una vez de cada 26, 825).
Él lo sabía: había firmado muchas veces. Pero, este es el tipo de estadísticas que a veces asegura un desastre. Y por eso, por supuesto, un día, revisó el paracaídas, vomitó y saltó del avión. Sin equipo.
Y cerró sus ojos, esperando por el momento en que aterrizara, más violento de lo normal, contando sus segundos de vida.
Y nada pasó. Pues, caía pero nunca del todo. Cada vez que iba a chocar contra la tierra, cerraba sus ojos, y cuando los abría, ya estaba más alto, cayendo desde cielo otra vez.
Y seguía, para siempre, cayendo del cielo, mirando las montañas de África, los ríos de Europa, los desiertos de Norteamérica, hasta el fin del mundo.
Y de vez en cuando, un niño, mirando al hombre caer desde el cielo más y más rápido, le lanzaba un pedazo de pan, o un poquito de arroz. Y lo comía con mucha hambre.
Pero siempre lo vomitaba.
Siempre vomitaba. Por los nervios. Porque no importaba cuantas veces lo hubiera hecho, cuando él sabía que en unos minutos iba a caer desde el cielo, vomitaba. Y cuando terminaba, saltaba del avión y todo estaba O.K..
Después de vomitar.
El siquiatra recomendó que él se lanzara en paracaídas por su miedo a perder el control. Seguía haciéndolo porque era lo más cercano a volar que él podía alcanzar. Y siempre había querido volar.
Por eso, tres veces por año, saltaba de un avión. Primero miraba al paracaídas. Minuciosamente. Y entonces vomitaba en una bolsa. Y saltaba, miraba las montañas y el mar en la distancia. Y cuando estaba en tierra, vomitaba otra vez.
Pagaba bien, y por eso, el piloto nunca le dio problemas a la hora de revisar el paracaídas o de vomitar en el avión.
Cada vez que una persona se lanza en paracaídas, firma un contrato. Se dice que se entiende que, aunque todo es seguro, siempre hay una posibilidad de que algo salga mal. Que haya un agujero en el paracaídas (una vez de cada 1076). Que el paracaídas no se abra (una vez de cada 543) O que todo funcionara bien, pero el aterrizaje fuera demasiado violento (una vez de cada 26, 825).
Él lo sabía: había firmado muchas veces. Pero, este es el tipo de estadísticas que a veces asegura un desastre. Y por eso, por supuesto, un día, revisó el paracaídas, vomitó y saltó del avión. Sin equipo.
Y cerró sus ojos, esperando por el momento en que aterrizara, más violento de lo normal, contando sus segundos de vida.
Y nada pasó. Pues, caía pero nunca del todo. Cada vez que iba a chocar contra la tierra, cerraba sus ojos, y cuando los abría, ya estaba más alto, cayendo desde cielo otra vez.
Y seguía, para siempre, cayendo del cielo, mirando las montañas de África, los ríos de Europa, los desiertos de Norteamérica, hasta el fin del mundo.
Y de vez en cuando, un niño, mirando al hombre caer desde el cielo más y más rápido, le lanzaba un pedazo de pan, o un poquito de arroz. Y lo comía con mucha hambre.
Pero siempre lo vomitaba.
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