Eran las cuatro cuando Amauri regresó al trabajo. ¿Y tú? ¿Dónde has estado? No le contestó y salió otra vez al pasillo que el pequeño bar compartía con el restaurante. Al asegurarse que el dueño no estaba, volvió con algo raro en la mirada. Vámonos, le dijo sonriendo. ¿Adónde preguntó la chica, pero—sea por la falta de clientes o la sencilla nulidad de una chamba sustituible—ya estaba deslizando debajo de la barra y saliendo a su lado a la calle: al casinooooooooooooo!
Afuera todo lucía como si estuviera cubierto de polvo de oro. Las señoras que vendían pepitas y miel en la esquina, el bus con la franja morada, los pollos girando en el asador; todo estaba brillando o nomás reflejando esos solecitos gemelos, los dos compañeros del decimoquinto bar más popular del pueblo (cuyo mercado, por cierto, claramente se hubiera bastado con cuatro). Amauri pidió un taxi y en el asiento de atrás los dos se echaron. Le mostró a Marisol el fajo de billetes que había guardado en el bolsillo. Mira, voy a hacernos ricos. La chica se rio. A huevo, hazlo. El taxi empezó a subir las lomas que rodeaban el pueblo y la inclinación hizo que su cabeza se hundiera más en el pecho de ese chico alto y inocente. Desde esta simpática posición, Marisol admiraba el abanico de billetes simulando un arcoíris sobre el pueblo que se veía encogiéndose al fondo. Pero esta simulación le pareció aún mejor porque de ésta relucía sin timidez todo un panteón de diositos, sus rostros arrugados guiñándole el ojo desde el fino papel. Ella se sintió bendita por esas pequeñas caritas. El motor del taxi se quejaba y Marisol se imaginó casarse con este chico; él de 500 podría oficiar, la de 50 lloraría de primera fila, y él de 100 seguramente se pondría bien pedo y haría escándalo pero años después se convertiría en la historia favorita de la familia: Bueno, ya sabes cómo es tu tío 100…
Con el parar del taxi se detuvo el ensueño. Marisol, basta decir, no era una chica competitiva; su vicio de preferencia tendería mas a la pereza que al juego, y las cimas de su vida emocional consistían en sentirse agradablemente mareada después de ver a solas una película que le había gustado. En fin, no era una persona para saber donde quedaría el casino más cerca, y se sorprendió al reconocer el estacionamiento donde el taxista los había dejado. ¿Por acá está ese supermercado mamón, verdad? Pero Amauri ya estaba yendo rumbo al rincón más viejo del centro comercial que, verdad, contaba con el supermercado que algunas señoras creían mejor que el del valle abajo y incluso irían cinco paradas más para poder comprar las mismísimas latas de frijoles y garbanzos ahí por las colinas.
Marisol disfrutó por unos segundos la imagen de Amauri cruzando solo el asfalto—buena suerte, vaquero; acabálos, espartano—y fue corriendo para tomar la mano de ese lavaloza valiente y cantando y así ay campeón vas a ganar, sí, lo vas a hacer, entraron a una tienda con los escaparates tintados entre una franquicia de móviles y un McDonald’s.
Es oscuro adentro. En el frente hay un par de tragamonedas, detrás de ellas un par de mesas de juego y al fondo en una cajita de plástico hay una señora gordita que convierte dinero en fichas, también de plástico. Amauri quiere jugar a blackjack. Aparece un joven vestido de traje y los instala en una de las mesas. Ellos son los únicos clientes del casino aparte de una mujer que parece una vela derretida sentada en la máquina tragamonedas. El joven les ofrece algo para tomar, pero nada alcohólico, no tienen licencia. Marisol no quiere porque hay algo en esta escena que un refresco no más va a destacar, mientras una cerveza quizás lo hubiera hecho simpático o bien soportable. Pero ve ese traje de poliéster duro y pide una coca.
Después llega otro joven, el repartidor, que lleva un poco mejor su traje; se sienta en la mesa y comienzan a jugar. Las cartas se tapan y se revelan boca arriba; las fichas se cambian de mano en mano. A Marisol se le hace difícil seguir el desarrollo del juego, y más porque no puede dejar de mirar a la mujer fumando y dándole una moneda tras otra. Amauri le gana al crupier y se gira a Marisol. ¿Qué te dije? Te invito la cena. La chica le sonríe. La mujer levanta un brazo y la moción hace oscilar de lado a lado la carne que cuelga de su húmero. De sus garras aparece el disco de bronce apagado y la máquina se lo traga entero. Y la ceniza del cigarro cae, hace pila sobre su zapato izquierda. Hace calor. Se comienza otra mano y Marisol quiere decirle algo a Amauri—por ahí se prende otro cigarro—echarle porras—ha empezado a sudar—pero su «así, campeón» se lanza por una gran cueva, reverbera en el vacío (on, on, on, on). No, su «así, campeón» se ahoga, se comba en la densidad de este salón, es la azúcar del refresco tibio, es el humo que la mujer no deja de exhalar...
¿Cuántas cajetillas ha traído esa? A este ritmo capaz que ella le gane a la máquina el título de la más tragona y nosotros nos morimos de asfixia mientras da su vuelta víctoriosa... la señora de la cajita será la única que sobrevive la ceremonia del premio...
Marisol se despierta un poco del hechizo catatónico del casino. A su lado Amauri ha perdido después de separarlo y le han cobrado el doble. Sigue jugando (una buena mano y ya está) y hablando con el repartidor. Ése es de un pueblito recóndito por el norte y entre jugadas intenta explicarles dónde queda. Para Marisol sus descripciones cada vez más norteñas solo son comprensibles porque el acné del joven le parece un mapa que ella puede trazar hasta la más furiosa espinilla en la frente, donde dice que hay una novia y una niña de dos años esperándolo.
Al cabo de quién sabe cuánto tiempo—eso de ganar lo suficiente para seguir perdiendo es cosa que dura mucho—todas las fichas se encuentran en su lugar a la mano derecha del crupier y Amauri sin un centavo más que gastar. Pero tal vez haya cierta justicia en eso, tal vez esas fichas llegarán a la casita en la cima de esa espinilla, o tal vez no; pero un papá no puede olvidarse de su hija, así protestará la chica ya no tan chica, quizás ya con otro bebé en sus brazos, no, no puede olvidarse, por lo más que se esconda detrás de escaparates tintados.
Ahora este cuento podría terminarse aquí, o puede esperar hasta que los dos chicos se despidan del casino, Marisol evitando ver esa pila cenicienta en el zapato y notando—¿dónde más hay que mirar?—lo flaco que es Amauri, y peor anda encorvado, si no se pone derecho se le va a quedar así la espalda. Los puede esperar hasta que vuelvan al estacionamiento y el cielo esté morado como la franja del bus donde bajen unas señoras para comprar los frijoles y garbanzos que luego comerán sus familias con buen estilo (¿ya ves? por eso hay que ir a las colinas) y al fondo destelle el neón como señal providencial:
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ALITAS & CHELITAS
Y ahí irán como moscas a la luz aunque bien sabe Marisol que la cuenta le tocará a ella pagar.
JOEL
Cuando yo lo conocí se llamaba LOWKEY y/o KNONE. Estaba parado encima de la rejilla dela banqueta, en plan de robarse unos cinceles de diamante de la tienda de arte enfrente. LOWKEY es estudiante de NET, quien le introdujo a ese medio particular: desde los fines de los 60 hasta aproximadamente 1975 una misteriosa señora los usaba para grabar la palabra PRAY (o, a veces, Worship God) en miles de ventanas de trenes. Así fue el nacimiento de scratchiti, según el folclor, un piadoso intento de llevarle dios a la gente.
Un tren pasaba abajo y el aire salió woosh de la rejilla. LOWKEY, por su parte, odiaba el MTA. «Yo a menudo paso media hora ahí en la estación no más abriéndole la puerta a la gente». Estaba, creo, harto de pagar el pasaje; aunque nunca llegué a saber bien las dimensiones completas de su campaña, y sospecho que ni él las sabía. A pesar de eso, no ocilaba en su dedicación al proyecto. Cuando lo volví a ver un par de horas después, había hecho más de 200 pegatinas de FREE MTA y conseguido cinco cinceles más para inscribir su mensaje equitativamente en las ventanas de los A C E B D F M G J L 1 2 3 4 5 6 7 Q N W R. Luego le pregunté qué tenía que ver su campaña con otros movimientos, si había una pagína web a dónde gente interesada podía ver más información—«bueno», me dice, «FTP está ahí, sabes, y hay otros, ya no me acuerdo de sus nombres...». A LOWKEY no le interesaba www.change.org, www.petition.org; no sabía que este mes que viene Luxemburgo será el primer país en erradicar por completo la tarifa de transporte público ni que las recientes manifestaciones en Chile comenzaron a partir del aumento del pasaje del metro; no soñaba de establecer acá alguna asociación a la línea del brasileño Movimiento Passe Livre o el sueco Planka.nu.
No era anarquista ni liberador ni guerrero de justicia social; no, era un vato de Queens que tenía una infancia bastante infeliz. Según lo que me contó, se rio por primera vez alrededor de los 12 jugando Xbox Live. Vive en el depa que su abuela vació cuando se mudó a Florida y no tiene trabajo; se explicó: «la única cosa que sé que quiero hacer es escribir en los trenes». Como su antepasada espiritual, lo hace con una industria prolífica que llega a rozar lo religioso. En el caso de LOWKEY, sin embargo, es una religión sin dios y sin seguidores: al parecer no hay intención de cambiar las cosas, de seguir el camino justo; y aun si lo hubiera, ¿cómo unas palabritas grabadas en la ventana podrían evangelizar a un vagón lleno de personas pegadas a sus pantallas?
Capaz que no haya nada de nuevo en la idea de un mensaje vacío, del significante desvinculado del significado; culpa de Duchamp, culpa de Warhol, culpa de Instagram: capaz que tal cáscara sea justo el hecho estético — forma sin fin.
Lo vi una vez más, y estaba taggeando su nuevo nombre sobre el buzón en la esquina de Church Street: SHEEPLE.
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