Doy comienzo a la presentación del curso de primavera 2014 con este cuento (de ficción) de Helen Isaac hecho a partir de un ejercicio en el que proponía reproducir un mundo marcado por la obsesión y evitar la primera y tercera persona del singular.
Por Helen Isaac
De niñas, adorábamos la sensación de las quemaduras de sol. Las quemaduras las coleccionábamos durante viajes al Sur. Esos días preciosos nos ayudaban a desechar la piel débil y patética que crecía sobre nuestros cuerpos durante los meses del invierno cuando habitábamos con Papá en la ciudad. Podíamos sentir el calor de un sol más cercano desde el momento en que desembarcábamos del avión privado—gotas de sudor se formaban y temblaban en las pestañas abundantes, cuerpos jóvenes que querían ser machucados bajo el calor abrasador del verano.
De niñas, adorábamos la sensación de las quemaduras de sol. Las quemaduras las coleccionábamos durante viajes al Sur. Esos días preciosos nos ayudaban a desechar la piel débil y patética que crecía sobre nuestros cuerpos durante los meses del invierno cuando habitábamos con Papá en la ciudad. Podíamos sentir el calor de un sol más cercano desde el momento en que desembarcábamos del avión privado—gotas de sudor se formaban y temblaban en las pestañas abundantes, cuerpos jóvenes que querían ser machucados bajo el calor abrasador del verano.
Corríamos de la casa de Mamá a la playa sin saludarla (a
ella no le importaba—siempre estaba con uno de sus machos, o en su defecto
pintándose las uñas) y nos tirábamos al agua salada como si nos sazonáramos
antes de entrar el horno. Las horas pasaban y pasábamos el tiempo observando el efecto del sol en la piel. Nos encantaba mirar la destrucción de la piel pálida
del invierno; sabíamos que la transformación sería dolorosa, pero después de
pocos días la piel chamuscada pasaría al color canela y al olor de coco. Mamá
nos amonestaba por no llevar loción, pero siempre nos adulaba después por tener nuestra piel bronceada perfectamente.
Ya no podemos ir al Sur y visitar a Mamá (que ya ha
sustituído los chicos por dos perros pomeranios neuróticos), tenemos que trabajar en
la ciudad aún en los meses vibrantes del verano. Nos controlan las varias
responsabilidades profesionales que no podemos ignorar, pero todavía recordamos
lo que nos encantaba más que todo, y además tenemos que quemarnos para
esconder las cicatrices, las incontables quemaduras desteñidas de nuestra
juventud. Por eso nos encontramos cada dos fines de semana para ir juntos al
salón de bronceado, para recostarnos por fin en nuestras camas solares, cajones
calientes que nos abrazan con el escozor reconfortante del sol.
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