Alfredo Alcántara, mexicano de nacimiento, estudia cine. Uno de sus mayores logros es el modo consciente y minucioso con que reproduce las ansiedades del mundo infantil lejos de la visión idílica que generalmente se le atribuye a este.
La Porno
Por Alfredo Alcántara
La primera vez que vi una imagen pornográfica fue durante la fiesta de cumpleaños de Andrés en segundo de primaria, ocasión en la cual las niñas no fueron invitadas. Estábamos todos en la cima del Cerro de la Lagartija sentados alrededor de Juan Maqueda, quien nos enseñaba la revista pornográfica que su hermano mayor le había regalado. Todos mirábamos las imágenes, boquiabiertos y un poco confundidos pero a la vez intentando aparentar un desinterés con miedo de mostrar nuestra inexperiencia. De allí en adelante, dentro de mi grupo de amigos, llego una cierta obsesión general con el extraño pero emocionante concepto de la pornografía.
Faltaban pocas semanas para que acabara el ciclo escolar y como premio, la escuela había arreglado un viaje de varios días a un campamento de verano en las afueras de la ciudad. Mis compañeros se pusieron de acuerdo que para el campamento, todos teníamos que traer una imagen pornográfica, y aquel que fallara en hacerlo, iba ser de seguro un maricón. El problema era claro. Yo carecía de hermanos mayores que me pudieran adquirir una porno y me las iba a tener que ingeniar yo sólo.
Mis padres acaban de instalar aquella novedad a la que le llamaban “Internet”. Un técnico de la ciudad de México había viajado hasta la casa para instalar tal maravilla y no se fue sin dejar un pequeño directorio con todas las “páginas” que podíamos visitar. Al hojearlo me di cuenta que mis problemas estaban resueltos. Esperé a que mis padres se acostaran y salí de puntillas al estudio en donde accedí a la página de “Playboy.com”. Fui recibido por aquellas conejitas que en ese momento me ponían nervioso. Antes de poder imprimir, escuché un abrir y cerrar de puertas y en pleno pánico apagué el monitor y corrí a mi recámara.
La mañana siguiente bajé al comedor en donde mis padres, solemnes, ya me esperaban. No dudaron en preguntarme sí había sido yo el culpable de haber navegado a la página pornográfica, yo de inmediato culpé a mi hermanita menor. Mi padre me acompañó a la parada del camión y me dijo que sí yo quisiera una revista pornográfica él me la podía comprar, lo único que me pedía era la honestidad. Yo, un poco incómodo pero sabiendo que era mi última oportunidad, acepté su oferta.
El fin de semana que entra fuimos al puesto de periódicos y me compró una Playboy. La única condición era que no se la podía enseñar a nadie, y menos sacarla de la casa. Creo que se confundió un poco con mi desinterés por las mujeres desnudas cuando me vio guardarla sin ni siquiera hojearla una vez. Unas semanas después cuando llegó la fecha del famoso campamento de verano, felizmente me aseguré de esconder la Playboy en mi maleta para que mi madre no la viera. Por fin, iba a formar el parte del grupo de los grandes sabios de la pornografía.
Al llegar a la cabaña, cuando era la hora de dormir y todos nos sentamos a la orilla de nuestras literas, mirándonos unos a otros. El suspenso era demasiado. Yo decidí romper el hielo y rápidamente desempaqué la porno. Todos me miraron sorprendidos, como sí nunca hubieran visto algo similar, y simultáneamente se comenzaron a carcajear. Resultó que ninguno de mis compañeros tuvo el valor de traer a sus mujeres desnudas. El único pervertido resulté ser yo. No la volví a sacar. Al regresar a la casa se la regresé a mi padre y le agradecí. Me sentí aliviado de que mi carrera pornográfica por fin hubiera terminado.
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