Un blog de creación en español

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Thursday, November 10, 2011

UTOPIA Y DESENCANTO

En el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, Leopardi pone de
relieve la estremecedora vanidad de esperar, a finales de cada año, un año más feliz que
los anteriores, a los que también se esperó a su vez con la confianza de que traerían
consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron. Ese breve texto inmortal del gran
poeta italiano, tan inexorable en el diagnóstico del mal de vivir, está exento no obstante
del fácil pesimismo apocalíptico de muchos maestros de la retórica actuales, que se
complacen en anunciar continuamente desastres y en proclamar que la vida no es más
que vacío, error y horror. El diálogo leopardiano está impregnado en cambio de un
tímido amor a la vida y una hosca espera de la felicidad, que quedan desmentidos por la
sucesión de los años pero continúan viviendo, con temor y temblor, en el ánimo y
permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que el pathos catastrófico.
Esos pensamientos y esa pesadumbre ante la vuelta de hoja del año se asoman con
mucha mayor intensidad cuando lo que acaba - y lo que respectivamente empieza - no
es sólo un año y ni siquiera un siglo, sino un milenio. El calendario hace alarde de una
extraordinaria inflación de aniversarios y conmemoraciones, desde las bodas de oro
milenarias de Austria al bicentenario de la bandera italiana pasando por el fatídico
comienzo del año Dos mil - simbólicos giros epocales, grandes Arcos de Triunfo del
Tiempo, espectaculares escenografías del Progreso y la Caducidad. En la vigilia del año
Mil había - aunque menos numerosos de lo que a menudo nos gusta creer - quien
esperaba el fin del mundo; en los peores momentos de la guerra fría se temía un
apocalipsis nuclear, la pesadilla del day after. En los umbrales del año Dos mil no existe
ningún pathos finalístico, pero sí ciertamente un profundo sentido de la transformación
radical de la civilización y de la misma humanidad y por consiguiente un sentido del
indiscutible fin no del mundo, sino de un modo secular de vivirlo, de concebirlo y
administrarlo.
Ya en los últimos años del siglo pasado, Nietzsche y Dostoievski habían vislumbrado el
advenimiento de un nuevo tipo de hombre, de un estadio antropológico distinto - en el
modo de ser y sentir - del individuo tradicional, existente desde tiempo inmemorial. En
su Ubermensch, Nietzsche no veía a un "Superhombre", a un individuo de capacidades
potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien, conforme a la definición de
Gianni Vattimo, a un "Ultra - hombre", una nueva forma del Yo, no ya compacto y
unitario sino constituido, según él, por una "anarquía de átomos", por una multiplicidad
de núcleos psíquicos y pulsiones no apresadas ya dentro de la rígida coraza de la
individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más "virtual", es el
escenario de esa posible mutación del Yo.
El propio Nietzsche decía que su "Ultra - hombre" era íntimamente afín al "Hombre del
subsuelo" de Dostoievski. Ambos escritores atisbaban de hecho en su tiempo y en el
futuro - un futuro que en parte lo es todavía también para nosotros, pero que en parte es
ya nuestro presente - el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y de los
sistemas de valores, con la diferencia de que para Nietzsche, como nos recuerda Vittorio
Strada, se trataba de una liberación que celebrar y para Dostoievski de una enfermedad
que combatir. En este comienzo de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva
nuestra civilización este dilema: si combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas
consecuencias.
"El viejo siglo no ha acabado bien", escribe Eric J. Hobsbawm en su Historia del siglo
XX, añadiendo que acaba, para usar una expresión de Eliot, con una retumbante
explosión y un enojoso lloriqueo. Otros reparan sobre todo en lo terrible de estos cien
años - el "terrible siglo Veinte", con su primacía en lo que a hecatombes y exterminios
se refiere, puestos en práctica con una monstruosa simbiosis de barbarie y racionalidad
científica. Sin embargo sería injusto olvidar o menospreciar los enormes progresos
realizados durante el siglo, que ha visto no sólo cómo masas cada vez más amplias de
hombres alcanzaban condiciones humanas de vida, sino también una continua
ampliación de los derechos de categorías marginadas o ignoradas y una toma de
conciencia cada vez más amplia de la dignidad de todos los hombres, presente incluso
allí donde hasta ayer mismo no se sabía o no se quería reconocer e incluidas las formas
de vida y civilización más apartadas de nuestros modelos.
Es realmente delictivo olvidar las atrocidades del siglo de Auschwitz, pero tampoco es
lícito pasar por alto las atrocidades cometidas en los siglos anteriores sin que la
conciencia colectiva cayera en la cuenta y le remordieran. Creer confiadamente en el -
progreso, como los positivistas del siglo XIX, es hoy día ridículo, pero igualmente
obtusas son la idealización nostálgica del pasado y la grandilocuente énfasis
catastrófica. Las nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable
miopía, se vuelva menos miope gracias a la humildad y a la autoironía.
Estas nos ponen en guardia frente a la tentación de abandonarnos al pathos de las
profecías y las fórmulas que hacen época, ya que se tornan cómicas a la que uno se
descuida, como la famosa frase según la cual en 1989 habría acabado la Historia, frase
que ya entonces bien podía haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares
comunes y de idioteces de Flaubert. El Ochenta y nueve, por el contrario, lo que hizo
fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y
ésta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión, tan a
menudo unidas como las dos caras de la misma moneda. El principio de
autodeterminación, que afirma la libertad, desata conflictos sangrientos que conculcan
la libertad de los demás; otro ejemplo del cortocircuito del progreso y el regreso es el
constituido por el incremento económico y el desarrollo de la producción, que provocan
una disminución de la ocupación aumentando así el número de los excluidos de un tenor
de vida aceptable y creando por consiguiente las premisas, advierte Dahrendorf, para
gravísimas tensiones y conflictos sociales.
La contradicción más patente es la que afecta al mismo tiempo a procesos de
unificación y agregación - la unidad europea, sin ir más lejos - y de atomización
particularista, como la reivindicación de las identidades locales, que niegan con furia el
contexto más amplio, estatal, nacional o cultural que las comprende. A la nivelación
general, producida especialmente por los medios de comunicación que proponen a
escala planetaria los mismos modelos, se contraponen diversidades cada vez más
salvajes; ambos procesos amenazan un fundamento esencial de la civilización europea,
la individualidad en su sentido fuerte y clásico, inconfundible en su peculiaridad, pero
portadora y expresión de lo universal.
El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en
todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible Víctoria
de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover - a través de mitos, ritos,
consignas, representaciones y figuras simbólicas - la autoidentificación de las masas,
consiguiendo que, como escribe Giorgio Negrelli en sus Anni allo sbando [Años a la
deriva], "el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más
oportuno". El totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las
gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones.
Una resistencia a este totalitarismo es la que radica en la defensa de la memoria
histórica, que corremos el riesgo de que nos la borren y sin la que no cabe ningún
sentido de la plenitud y la complejidad de la vida. Otra resistencia estriba en el rechazo
del falso realismo, que confunde la fachada de la realidad con toda la realidad y, privado
de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza el presente y no cree que éste pueda
cambiar, tachando de ingenuos utopistas a quienes piensan que se puede cambiar el
mundo. En el verano del Ochenta y nueve esos falsos realistas, tan numerosos entre los
políticos, se habrían mofado de quien hubiese dicho que tal vez podía caer el muro de
Berlín. El milenio parece concluir con el fin del mito de la Revolución y también de
esos grandes proyectos de cambiar el mundo que han caracterizado, como observa
Alberto Cavallari, el siglo pasado y gran parte del nuestro.
En el revisionismo histórico cada vez más difuso, a la Revolución francesa, hasta ayer
mismo considerada como la matriz de la modernidad y de sus libertades, se le tilda de
madre de los totalitarismos, y sus violencias hacen palidecer la memoria de aquellas
contra las que insurgió; hacen olvidar aquella poesía de Víctor Hugo en la que la cabeza
cortada de Luis XVI reprocha a sus padres, a los reyes de Francia del pasado, haber
construido - con las injusticias del dominio feudal - la "máquina horrible" que la ha
decapitado, es decir la guillotina, que se propone extirpar la violencia con la violencia,
cometiendo delitos que nada puede justificar, pero de los que no solamente ella es la
responsable.
La caída del comunismo parece a menudo arrastrar consigo, en un descrédito
generalizado, no sólo al socialismo real, sino también a las ideas de democracia y
progreso, a la utopía de la redención social y civil; el fracaso de la pretensión de poner
fin de una vez por todas al mal y a la injusticia de la Historia afecta a veces a cualquier
otra concepción de la solidaridad y la justicia. Pero el final del mito de la Revolución y
el Gran Proyecto tendría que dar por el contrario más fuerza concreta a los ideales de
justicia que ese mito había expresado con potencia, pero pervertido con su
absolutización e instrumentalización; tendría que proporcionar más paciencia y tesón
para perseguirlos y por lo tanto mayores probabilidades de realizarlos, en esa medida
relativa, imperfecta y perfectible que es la medida humana. El final de esos mitos puede
aumentar la fuerza de aquellos ideales, precisamente porque los libera de la idolatría
mítica y totalizante que los ha vuelto rígidos; puede hacer comprender que las utopías
revolucionarias son una levadura, que por sí sola no basta para hacer pan,
contrariamente a lo que han creído muchos ideólogos, pero sin la cual no se hace un
buen pan. El mundo no puede ser redimido de una vez para siempre y cada generación
tiene que empujar, como Sísifo, su propia piedra, para evitar que ésta se le eche encima
aplastándole. La conciencia de estas cosas supone la entrada de la humanidad en la
madurez espiritual, en esa mayoría de edad de la Razón que Kant había vislumbrado en
la Ilustración.
El final y el principio del milenio necesitan utopía unida al desencanto. El destino de
cada hombre, y de la misma Historia, se parece al de Moisés, que no alcanzó la Tierra
Prometida, pero no dejó de caminar en dirección a ella. Utopía significa no rendirse a
las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como debieran ser; saber que al mundo,
como dice un verso de Brecht, le hace buena falta que lo cambien y lo rediman. El
despertar religioso, que sin embargo tan a menudo degenera en fundamentalismos,
cumple la gran función de avivar el sentido del más allá, de recordar que la Historia
profana de lo que sucede se intersecciona continuamente con la Historia sagrada, con el
grito de las víctimas que piden otra Historia y que, en el Día del Juicio, presentarán a
Dios y al Espíritu del Mundo el libro de cuentas y los llamarán a que les den razón del
matadero universal.
Utopía significa no olvidar a esas víctimas anónimas, a los millones de personas que
perecieron a lo largo de los siglos a causa de violencias indecibles y que han sido
sepultadas en el olvido, sin registro alguno en los Anales de la Historia Universal. El río
de la Historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias individuales, la ola del olvido
las borra de la memoria del mundo; escribir significa también caminar a lo largo del río,
remontar la corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados en
las orillas y embarcarlos en una precaria arca de Noé de papel.
Este intento de salvación es utópico y el arca a lo mejor se hunde. Pero la utopía da
sentido a la vida, porque exige, contra toda verosimilitud, que la vida tenga un sentido;
don Quijote es grande porque se empeña en creer, negando la evidencia, que la bacía del
barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la encantadora Dulcinea.
Pero don Quijote, por sí solo, sería penoso y peligroso, como lo es la utopía cuando
violenta a la realidad, creyendo que la meta lejana ha sido ya alcanzada, confundiendo
el sueño con la realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros, como las utopías
políticas totalitarias.
Don Quijote necesita a Sancho Panza, que se da cuenta de que el yelmo de Mambrino
es una bacinilla y percibe el olor a establo de Aldonza, pero entiende que el mundo no
está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad
luminosa. Sancho sigue al enloquecido caballero - es más, cuando éste recobra la
cordura, se siente perdido y reclama nuevas aventuras encantadas. Pero don Quijote, por
sí solo, sería tal vez más pobre que él, porque a sus gestas caballerescas les faltarían los
colores, los sabores, los alimentos, la sangre, el sudor y el placer sensual de la
existencia, sin los cuales la idea heroica, que les infunde significado, sería una prisión
asfixiante.
Utopía y desencanto, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse
recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberatorio si viene
acompañado de la conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por esas
utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos
ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Demasiados desilusionados por
las utopías totalitarias desmoronadas, excitadísimos por el desencanto en lugar de
haberse vuelto a causa de ello más maduros, levantan una voz chillona y presumida para
mofarse de los ideales de solidaridad y justicia en los que antes habían creído
ciegamente. El énfasis con el que a menudo se celebra la caída del Estado social, en
lugar de estudiar sus patentes defectos para corregirlos, es un aspecto de esa incapacidad
de unir utopía y desencanto. Era ridículo, en 1929 o en los años sesenta, creer que el
capitalismo estuviese agonizando y es ridículo creer hoy que la forma actual de su
Víctoria constituye el orden definitivo del mundo. Creer que se ha vencido, que se tiene
con el triunfo una relación inquebrantable, puede ser peligroso: Manes Sperber decía
que quien se ufana o se complace con la Víctoria se convierte fácilmente en un cocu de
la victoire.
Cada generación y cada individuo tienen que volver a experimentar, y no sólo una vez,
la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos, que esperaban la
parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, el
Espíritu de la consolación, confiados - por lo menos muchos de ellos - en que vendría ya
durante sus vidas. La parusía no llegó y no debe haber sido fácil, para aquellos
creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un
mentís, sino de un aplazamiento de la salvación y quizás ni siquiera de una moratoria,
sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está
siempre en camino, hasta el final de los tiempos - que quizás no acaben, por lo menos
durante la breve presencia del hombre en la tierra.
Desencanto significa saber que la parusía no tendrá lugar, que nuestros ojos no verán al
Mesías, que el próximo año no estaremos en Jerusalén, que los dioses se han exiliado.
Occidente vive al calor de este desencanto, que Max Weber ha delineado en páginas
admirables y definitivas, describiendo la jaula de hierro que ha aprisionado al mundo en
las mallas de una racionalización inexorable, que lo encamina y lo empuja por una
dirección obligatoria. Pero las mismas páginas de Weber contradicen este diagnóstico
con el tono con que lo enuncia, con la música que las impregna cuando habla de los
valores indemostrables pero irrenunciables, del sentido de la vida, que la racionalización
hace inencontrable pero no apaga su insuprimible exigencia, o del demonio que hay en
la vida de cada uno.
Quienes creen que el encanto es algo fácil, son fáciles presas del cinismo reactivo
cuando el encanto revela sus grietas o deja de manifestarse. En el desencanto, como en
una mirada que ha visto demasiadas cosas, se da la melancólica conciencia de que el
pecado original ha sido cometido, de que el hombre no es inocente y el yelmo de
Mambrino es una bacía. Pero se da también la conciencia de que el mundo de vez en
cuando es tan encantador como el Edén, de que los hombres débiles y malvados son
también capaces de generosidad y amor, de que un cuerpo efímero y mortal puede ser
amado con pasión y el yelmo de Mambrino, aun inencontrable, refleja su resplandor en
las cazuelas oxidadas. El desencanto es un oxímoron, una contradicción que el intelecto
no puede resolver y que sólo la poesía es capaz de expresar y custodiar, porque dice que
el encanto no se da pero sugiere, en el modo y el tono en que lo dice, que a pesar de
todo existe y puede reaparecer cuando menos se lo espera. Una voz dice que la vida no
tiene sentido, pero su timbre profundo es el eco de ese sentido. Fue la ironía de
Cervantes, que desenmascaró el fin y la torpeza de la caballería, la que expresó la poesía
y el encanto de la caballería.
El desencanto, que corrige a la utopía, refuerza su elemento fundamental, la esperanza.
¿Qué es lo que puedo esperar?, se pregunta Kant en la Critica de la razón pura. La
esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la
laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible
necesidad de rescate. El mal radical - la radical insensatez con que se presenta el mundo
- exige que lo escrutemos hasta el fondo, para poderlo afrontar con la esperanza de
superarlo. Charles Péguy consideraba la esperanza como la virtud más grande,
precisamente porque la propensión a desesperar está tan fundada y es tan fuerte, y
porque es tan difícil, como dice en su Pórtico del misterio de la segunda virtud,
reconquistar la fantasía de la infancia, ver cómo todo se va desarrollando y sin embargo
creer que mañana irá mejor.
La esperanza es un conocimiento completo de las cosas, observa Gerardo Cunico; no
sólo de cómo éstas aparecen y son, sino también de aquello en lo que se tienen que
convertir para conformarse a su plena realidad aún no desplegada, a la ley de su ser. Se
identifica con el espíritu de la utopía, como enseña Bloch, y significa que tras cada
realidad hay otras potencialidades que hay que liberar de la cárcel de lo existente. La
esperanza se proyecta en el futuro para reconciliar al hombre con la historia, pero
también con la naturaleza, esto es, con la plenitud de sus propias posibilidades y
pulsiones. Este espíritu de la utopía está custodiado sobre todo en la civilización judía,
en la indómita tensión de sus profetas.
El desencanto es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su
pathos profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas
posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia.
Tal vez no pueda existir un verdadero desencanto filosófico, sino sólo poético, porque
solamente la poesía es capaz de representar las contradicciones sin resolverlas
conceptualmente, sino componiéndolas en una unidad superior, elusiva y musical. Tal
vez por eso el mayor libro del desencanto, La educación sentimental de Flaubert - el
libro de todas las desilusiones, como se lo ha definido -, es también, en la melodía de su
fluir melancólico y misterioso como el del tiempo, el libro del encanto y de la seducción
de vivir. Todo mito revive y refulge sólo cuando se desmitifica su estereotipo, su
hechizo de cartón; los Mares del Sur se convierten en un paisaje del alma en las páginas
de Melville o de Stevenson que desmontan con crudeza cualquier pretendido escenario
de intacto paraíso. Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se
resiste. El verdadero sueño, escribe Nietzsche, es la capacidad de soñar sabiendo que se
sueña.
La historia literaria occidental de los últimos dos siglos es una historia de utopía y
desencanto, de su inseparable simbiosis. La literatura se sitúa a menudo frente a la
historia como la otra cara de la luna, la cara que deja en sombra el curso del mundo.
Este sentido de la existencia de una gran falta en la vida y en la historia es la exigencia
de algo irreductiblemente distinto, de una redención mesiánica y revolucionaria, fallida
o negada por cada revolución histórica. El individuo advierte una herida profunda que le
pone difícil realizar plenamente su personalidad de acuerdo a la evolución social y le
hace sentir la ausencia de la verdadera vida. El progreso colectivo resalta todavía más el
malestar del individuo; pretender vivir es de megalómanos, escribe Ibsen, aludiendo así
a que sólo la conciencia de lo arduo y temerario que es aspirar a la vida auténtica puede
permitir que nos acerquemos a ella.
En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco desengañó 1 que es, también
él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad
reluctante a la Historia. Un poeta de este desencanto barroco y ultramoderno, el vienes
Ferdinand Raimund, cuenta, en su La corona mágica que trae desdichas - una comedia
popular de principios del siglo XIX -, cómo un hada benévola le da al protagonista,
Ewald, una antorcha prodigiosa que tiene el poder de transfigurar la realidad: quien ve
el mundo a su luz ve esplendor y poesía por doquier, incluso allí donde no hay más que
miseria y sordidez. El hada Lucina, al entregarle el regalo a Ewald, le revela el truco, le
advierte que la antorcha le mostrará cosas hermosísimas pero ilusorias. La conciencia de
ello no destruye sin embargo el embrujo de las cosas iluminadas por esa luz y la vida de
Ewald, merced a ese don, se enriquece extraordinariamente. Esa antorcha no es falsa.
Quien la usa sin saber que embellece el mundo es víctima de un engaño, porque no ve el
dolor y la abyección y se hace ilusiones creyendo que la existencia es armoniosa. Pero
el que la rechaza es igualmente ciego y obtuso, porque ese don, que ilumina la grisura
del presente, da a entender que la realidad no es sólo mísera y roma. Tras las cosas tal
como son hay también una promesa, la exigencia de cómo debieran ser; está la
potencialidad de otra realidad, que empuja para salir a la luz, como la mariposa en la
crisálida.
Quizás Raimund, cuando decidió dispararse un tiro con una pistola, algunos años
después, se olvidara de ese don embrujado que había inventado. Pero los pecios de esa
grande y naufragada arca de Noé que fue Cacania, el imperio habsbúrgico, brillan como
leños que el diluvio ha empapado y vuelto fosforescentes, iluminados por ese irónico
juego con el desencanto que es una elusiva sabiduría, un arte de escabullirse del jaque y
defender el encanto. Al igual que los hijos de la vieja Austria, nosotros también vivimos
sobre una cuenta extinguida, esperando que la creciente irrealidad del mundo y de los
trozos de papel con los que lo compramos - o las medidas que no logramos comprender,
pero a las que nos entregamos con confianza, como la proyectada eliminación física del
dinero - acaben por borrar la diferencia entre los ceros del debe y los del haber. "Y sin
embargo la vida es bella. ¿No es verdad?", dice el transeúnte leopardiano, que piensa lo
contrario. "Eso es algo que ya se sabe", responde el vendedor de almanaques.
1996
1. En español en el original. (N. del T.)

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